Sixto vio por primera vez la luz ilicitana en 1916. Tendría que transcurrir un tiempo para que el pintor en potencia. que había en él tuviera noticia de la existencia de esos cuerpos celestes llamados cometas. Uno de ellos -el «Halley»-había dejado en el firmamento su fugaz estela luminosa en 1910 y no volvería a aparecer hasta cumplir su ciclo tempo-ral. 1986 iba a ser el año en el que el incandescente astro iba a atraer hacia las alturas del cosmos tantas y tantas miradas curiosas. La de Sixto -cansada por tanto tiempo de escrutar la realidad envolvente- aguardaba con impaciencia la culminación de ese período de setenta y seis años que la ciencia astrológica había calculado con exactitud. Y el «Halley», por fin, satisfizo la expectación colectiva con su efímero paseo, haciendo gala de ostentación centelleante. Las desgastadas pupilas de Sixto acogieron con avidez la luz desparramada de aquella ígnea cabellera que nunca más volvería a
ver...
¿En qué radicaba el insondable interés de Sixto por el «Halley»? ¿En el hecho de poder introyectar visualmente esa luz sideral? ¿En la apropiación de ese espectro luminoso que él -quizá había intuido mucho antes? Decir ahora que en la obra artística de Sixto la luz «inunda» el espacio destinado a la representación pictórica, sería, en todo caso, una constatación de lo evidente. Pero esa luz, irradiada desde el color, homogeneiza el cuadro, le otorga esa cualidad de «atmósfera» de misticismo que la fluidez cromática de su gama de sutiles ocres, pastel y amarillos acaba por configurar.
Suavidad tonal aplicada en disposiciones formales concéntricas, evocadora de un halo de misterio que las veladuras y transparencias coadyuvan a crear.
Puede que Sixto, ensoñando la luz prometida de «Halley», se sintiera impelido, premonitoriamente, a recrear esa luz que llegaría del cielo. Y lo cierto es que desde el momento en que la revelación luminosa se corporeizó ante su alma transida, no ha dejado de pintar, casi monográficamente, de manera obsesiva, esa luz, concentrada, sin sombras.
síntesis de materia y vida, de pureza y de infinito...
Esta atracción por el macrocosmos que ha rebrotado en el espíritu de nuestro pintor pudiera hacer pensar en un alejamiento de sus iniciales preocupaciones «microcósmicas»; como si la imantación del cometa hubiese despegado -y desorientado- a Sixto de su afección por lo cercano, familiar y humano. Creo entrever que no estamos ante un caso de contradicción. La búsqueda en lo lejano apunta a un extremo de la órbita que su trayectoria vital y artística ha venido trazando desde el cabo originario del microcosmos. Pero esta traslación liga más que excluye, haciendo enlazar focos distintos de una misma turbación. Es verdad que los procesos subjetivos del pintor se hallan instalados en una fase más contemplativa y ensimismada; que sus mecanismos interiores están procurando un intimismo, reflexivo y casi oculto, protegido en el sanctasanctorum de su conciencia. Pero sigue estando presente «L'home» en esa obra artística del hombre que es Sixto. Antes con la lupa y ahora con el telescopio, se inquiere una y otra vez en ese cúmulo de realidades y deseos, de aspiraciones y experiencias que es el hombre: el colectivo y el individual, el social y el solitario.
Sixto continúa ofreciéndonos un mundo personal, original, globalizante... Su trabajo cotidiano rubrica, con ese característico e irreductiblemente idiosincrático lenguaje, una cosmovisión simbólica y humanizada, que se ha hecho
arte desde el amor.
Juan Ángel Blasco Carrascosa