Cuando Sixto Marco roza los cuarenta años, toma una decisión tan repentina como definitiva: dedicarse a la pintura. No lo impulsa una moda ni una estrategia, sino una necesidad interior profunda. Una urgencia espiritual lo empuja a plasmar sobre el lienzo la esencia del Misteri d'Elx, ese drama sacro medieval que cada agosto transforma Elche en un escenario cargado de emoción.
Durante un cuarto de siglo, Sixto encarna con voz poderosa y estremecedora al apóstol San Juan. Pero no le basta con representar; quiere traducir la emoción vivida en escena a imágenes. Siente que su vínculo con el personaje es tan íntimo, tan visceral, que debe expresarse también en forma plástica. Así nace su compromiso con la pintura: como una misión personal y casi sagrada.
Es la década de los cincuenta. Sixto ha sido alpargatero, amanuense, jugador de fútbol… pero no sabe pintar. Nunca recibió formación académica, ni tuvo una "llamada" previa. Sin embargo, eso no importa. Está convencido de que debe dar testimonio, con colores y formas, de la verdad que ha absorbido del Misteri.
Los primeros óleos son explosivos, sinceros, intensos. Pintor autodidacta, su intuición lo guía como si la llevara escrita en la sangre. Sin saberlo, conecta con los aires renovadores del arte alicantino, especialmente con el estilo expresivo de Vicente Albarranch. Su paleta es libre, vibrante, ajena a las reglas académicas: un estallido de autenticidad.
En 1956, presenta su primera exposición en Alicante. Las obras giran en torno a la iconografía del Misteri y al paisaje popular ilicitano, tratado con mirada nueva y colorida. Aunque local, la muestra es un hito. Sixto recibe el impulso y el reconocimiento para seguir en el camino del arte.
Poco después, viaja a París y a Italia. Enfrentarse a los grandes maestros le provoca un deslumbramiento que necesita digerir con calma. Al regresar a Elche, empieza a madurar su lenguaje pictórico: mezcla gestualidad expresionista, escenas costumbristas, composiciones cercanas al cubismo y retratos llenos de vida y verdad.
Así se cierra su primera etapa como artista. Una fase marcada por la espontaneidad, el impulso y la necesidad urgente de expresarse. Una etapa donde la acción y la verdad interior se imponen por encima de cualquier formalismo. Sixto había quemado las naves: no había vuelta atrás. La pintura ya era su destino.