A comienzos de los años 60, Sixto Marco da un giro fundamental en su obra. Tras digerir la intensa experiencia de sus viajes a París —cuna de las vanguardias— y a Italia —hogar del Renacimiento—, decide cambiar de rumbo. Se aleja del impulso expresivo de sus primeros cuadros y dirige su atención hacia lo pequeño, lo cotidiano, lo aparentemente insignificante.
Es en este repliegue, en este gesto de mirar hacia dentro y hacia lo cercano, donde Sixto revela su verdadera estatura artística. Abandona la grandilocuencia temática para zambullirse con intensidad en un universo íntimo: lo doméstico, lo humilde, lo vivo y orgánico.
Sus bodegones de esta etapa, aunque libres de academicismo, muestran una mayor contención: paleta más suave, menos materia pictórica y composiciones densas, casi comprimidas. Es la etapa de la introspección, de la contemplación activa. Sixto dibuja más que pinta, busca el alma de los objetos, los dignifica.
La serie conocida como “microcósmica” nace aquí. En ella, el artista representa cangrejos, gambas, almejas, hormigas, ranas, palomas… También frutos secos, semillas, utensilios domésticos, manos, rostros. Un inventario de lo simple, lo ignorado, al que confiere entidad y valor. Todo es válido si se observa con profundidad y amor. Su obra en estos años destila un “franciscanismo” laico: una celebración de lo humilde.
En 1964, expone esta nueva visión del mundo en Alicante. Sus dibujos, precisos y poéticos, revelan una sensibilidad que mezcla observación realista con imaginación febril. Todo parte de vivencias reales, pero pasa por el filtro del sueño.
Un episodio clave ocurre en 1962, cuando viaja a Holanda para sumergirse en la obra de El Bosco. Recorre Hertogenbosch, la tierra natal del pintor, absorbiendo la magia de sus trípticos alucinados: El jardín de las delicias, Las tentaciones de San Antonio, El carro de heno. Allí, entre visiones de lo fantástico y lo grotesco, Sixto encuentra un eco profundo con su propia pulsión creativa. La exposición que presenta en Hertogenbosch marca el embrión de lo que será su etapa protosurrealista.
Este periodo, que él mismo describió como mezcla de “miseria y felicidad”, condensa una evolución decisiva. Las composiciones pequeñas, llenas de tensión contenida, hablan un nuevo lenguaje. Nace así una “nueva realidad”: experimental, introspectiva, arraigada en lo próximo pero con vuelo simbólico.
Sixto Marco deja atrás al pintor impulsivo y emerge el artista maduro, capaz de encontrar belleza en lo modesto y transformar lo ignorado en arte.