El surrealismo pictórico de Sixto rezuma ironía -o para ser más precisos- humor manifestado en lenguaje metafo-rico. Cuestión ésta que no podría confundirse nunca con la mera burla o la puntual ridiculización. Porque el humor
-¡cuántas veces cáustico!- de sus pinturas deviene, a modo de catalizador, en contrapeso del subterráneo escepticismo que ha anidado en su espíritu. Un providencial destello de lucidez ha hecho catapultar a nuestro pintor del abismo de las decepciones a la ironia -mordaz, ¡qué duda cabe!- que pone en entredicho las contradicciones de la sociedad de consu-mo. Y así, del sinsabor de la fatal infelicidad humana, se procede a un rescate del hombre que ha naufragado en su legítima aspiración a la consecución de esa paz interior que no puede desvincularse de la justicia social. Sixto, en esta renovada propuesta plástica, compensa el conflicto interior con un humor -distanciado, ma non troppo, que encuentra su
ámbito en la imaginería erótica.
Puede que ésta sea la clave explicativa del verdadero «erotismo» de esta etapa pictórica del artista ilicitano.
«Erotismo» muchas veces malinterpretado, y -por consiguiente- ajeno al genuino propósito de su autor. Pues -a mi entender- no hay en esta obra delectación morosa —ni regusto libidinoso en lo erótico. Más bien a la inversa. Sixto, cuidando con primor la representación de nalgas, pechos y órganos genitales femeninos, se nos presenta como un artista «antipomográfico». Cierto es que su ¿morbosa? iconografía, aderezada por espejos, cenefas y encajes, nos instala en una «ambientación» erótica. Pero si entramos con mirada limpia y averiguadora en ese orbe «venusiano» -que el pintor traza en extravagante simbiosis con ojos, orejas, animales, frutos, letras, números, estructuras geométricas, flores, etc.-, no tardaremos en atisbar que, en última instancia, se nos está negando -y condenando- justamente aquello que se nos describe. Porque cuando Sixto, reiterando su ¿Obscena? temática, nos emplaza a desmenuzar el «horror vacui» que su fogosa imaginación ha bordado entre la filigrana y la exquisitez, está, a la vez, planteando un juicio moral.
Véanse, si no, sus desplazamientos anatómicos; los órganos que unas veces se nos revelan suplantados, y, otras, desproporcionados; la ambigüedad morfológica que -en suma- confiere «carácter», «estilo», a esta idiosincrática obra.
Sixto sabe que «eros» ha sido manipulado, comercializado, masificado, prostituido... De ahí que nos manifieste, en el amasijo de sus composiciones, fragmentados y deformes, los órganos sexuales y sus personalísimos símbolos sustituto-rios. Y por ello también el que «preserve» la «pureza» del «eros» con sus artesanales cenefas de puntilla, y le atribuya una dimensión espiritual al recurrir a las estructuras compositivas del «retablo» o la «mandorla».
Quizá no sea osado apuntar que estas pinturas son el espejo de una mirada, de un entendimiento del sexo y de lo sensual, proyectado desde «L'home». Y este hombre no es otro que Sixto, quien, a veces, se nos aparece parcialmente autorretratado, con unos ojos que nos miran desde dentro del cuadro y desde su propio «yo».
«Erotismo» -el de la pintura de Sixto, que, lejos de provocar la concupiscencia, sublima la morfología del cuerpo femenino -que es el único que ocupa su interés-, a fin de otorgarle vates poético. Rasgo éste que se formula más expil-citamente cuando su fraccionado barroquismo anatómico se nos desmahre seccrado en disposiciones formales ovales sugeridoras de intimismo, de recogimiento,
y -¿por qué no poder creerlo asi?- de calida protección uterina