1965 marca un antes y un después en la vida de Sixto Marco. Es un año bisagra, definitivo, que deja una huella profunda tanto en su trayectoria artística como en su mundo personal. Dos acontecimientos —intensos, dolorosos— se suceden y golpean con fuerza su espíritu.
El primero ocurre en octubre: fallece su padre, Sixto Marco Sánchez. La pérdida lo atraviesa. No es una muerte más; es el derrumbe de un pilar esencial. Aunque Sixto ya tiene 49 años y una vida madura, el duelo lo sacude con la intensidad de quien pierde algo irremplazable. El dolor lo sobrepasa, rompe la coraza que había construido y deja al descubierto una vulnerabilidad hasta entonces contenida.
Se ha dicho —y no sin razón— que uno se convierte verdaderamente en adulto cuando entierra a su padre. En el caso de Sixto, esta muerte marca simbólicamente el inicio de una nueva etapa, no solo en lo emocional, sino también en su arte. El duelo abre la puerta a una mirada más introspectiva, más honda, más esencial. El artista que emerge de esta experiencia será distinto: más sobrio, más contenido, pero también más auténtico.